Eran tiempos de supuestos
bosques encantados donde se cobijaban las peores esencias del ser humano; un
mundo de hombres donde la sangre era moneda de cambio habitual. La mujer debía
ser sumisa, con un papel pasivo ante el predominio masculino en un Medievo
convulso.
El hombre
se adueñó del poder político, eclesiástico y económico creyendo que con ello
instauraba su poder omnipresente pero no contó con que ese poder se vería
amenazado por las propias luchas cruentas por ese mismo poder y por el creciente
conocimiento de la mujer y, por tanto, fuerza efectiva de influencia en la vida
diaria a través de aquellas tareas a las que fue relegada que le hicieron ser
fuentes vivas de sabiduría en la medicina, la botánica, la cocina, la
sexualidad y otras artes.
El hombre,
o lo que es lo mismo, el poder dominante a través de la Iglesia como
organización más beligerante ejerció una fuerte presión sobre las féminas más
relevantes en busca de conservar una hegemonía que veía amenazada y bajo el
concepto de brujas señaló a muchas de ellas para ser castigadas de acuerdo a
los procedimientos violentos de la época.
Entre
ellas, estaba Yuga, una mujer cuyo hogar estaba en los límites de la ciudad con
el bosque que la rodeaba y donde ejercía el noble oficio de recolectar hierbas
medicinales como habían hecho antepasados de varias generaciones antes. Era
famosa en el pueblo por su saber sobre toda clase de dolencias que eran sanadas
tras la ingesta de algún mejunje preparado por sus expertas manos. Además, no
era extraño que ayudara en algún parto que se complicaba, lo que era bastante
frecuente.
Vivía sola,
despertando en el entorno eclesial dudas sobre su correcta actitud sexual. No
se le conocía varón aunque se decía que una vez fue madre y que su hijo fue
víctima de la última epidemia de peste.
En
cualquier caso, pese a las habladurías, moraba alejada del resto de la gente.
Además de aquellos que se acercaban buscando alivio a alguna dolencia, solo
hablaba ocasionalmente en largas tardes que buscaban la noche con un mercader
que venía por el pueblo cada cierto tiempo para comprar y vender en el mercado.
Los días
transcurrían plácidos en su universo idílico cuando en una noche de oscura luna
antorchas humeantes rompían el negro y hombres del Clero derribaban la débil
puerta de la choza para apresarla y trasladarla hacia el centro de la ciudadela
donde los primeros corros de la madrugada ya estaban presentes alertados por el
rumor de un juicio sumarísimo a una bruja.
Yuga fue
encadenada en un poste en torno al cual se acumulaba hojas secas y troncos que
esperaban una chispa para prender. La espera del juez sirvió a los que estaban
para tirar a la presa restos de comida, escupitajos e insultos. Pudo ver con
los ojos entreabiertos a algunos de aquellos a los que había sanado y a mujeres
a las que había ayudado en el venir o no a ese mundo que ahora se le antojaba
cruel.
Las nubes
grisáceas a lo lejos presagiaban lluvias que ahora mismo no tenían prisa cuando
el día se hizo presente, dando paso a la comitiva que iba a empezar un ritual
de todos conocidos y que igualmente todos conocían el final. Yuga negó, hasta
por tres veces, el delito de brujería del que se la acusaba, pero no bastó para
evitar la pena de morir en la hoguera que se postraba ante ella.
Era el fin.
No había posibilidad de salvación así que no podía más que rendirse ante la
evidencia de una muerte lenta. Vio avanzar al verdugo ante sí con una tea
encendida que dejó caer a sus pies prendiendo en la sequedad del ramaje. Al
rato, el fuego ya alcanzaba la carne y se escuchó el grito atronador del dolor
en el silencio de la muchedumbre mientras una tímida lluvia empezaba a
refrescar el día.
Las llamas
eran cada vez más intensas y los gritos de rea y gente se mezclaban cuando la
lluvia se hizo notar con fuerza haciendo correr a todos en busca de refugio y
dejando a Yuga a la suerte del fuego. Sólo el silencio y la lluvia permanecían
en la plaza.
En medio
del aguacero una carreta cruzaba los muros con el clásico traqueteo de las
ruedas por las calles empedradas y paró ante una pira que el agua del cielo
había apagado casi por completo dejando a la vista un cuerpo humeante que yacía
inmóvil. Fijó su vista, asombrado todavía de la crueldad humana y entonces
ahogó un grito. Reconocía el collar que colgaba de un cuello negro y rojizo. Lo
había traído de lejos en uno de sus viajes y se lo había regalado a la mujer
que vivía en el bosque.
Con sus
botas pudo abrirse paso entre aquel follaje de madera en que el fuego todavía
trataba de asirse para cortar las cuerdas que ataban el cuerpo y llevarlo a
zona segura. Toco su cara y pudo notar una leve brisa de sus labios…todavía
estaba viva. _Yuga_ la llamó. Unos ojos entreabiertos le miraron y entonces con
un hilillo de voz pronunció aquellas palabras que le acompañarían toda su vida
– Tienes que matarme.
Sabía que
el dolor era intenso y que la lluvia no había dejado que el fuego hiciera del
todo su trabajo pero matar a su amiga era trágico y pensar en ello le dolía el
alma. La miró de nuevo y esta vez fueron sus ojos semicerrados los que
hablaron.
No dudó,
mientras la lluvia solapaba las lágrimas de su rostro. El amor es cruel a
veces, pensó. Cogió el cuchillo de su cinto y abrazándola con cuidado lo clavó
lentamente en su cuerpo dejando que la vida se escapara despacio y sellando con
un beso un último suspiro.