Cierto día una anciano
sacerdote se detuvo en una posada situada a un lado de la carretera. Una vez en
ella extendió su esterilla y se sentó poniendo a su lado las alforjas que
llevaba.
Poco después llegó también
a la posada un muchacho joven de la vecindad. Era labrador y llevaba un traje
corto, no una túnica, como los sacerdotes o los hombres entregados al estudio.
Se sentó a corta distancia del sacerdote y a los pocos instantes estaban los
dos charlando y riéndose alegremente.
De vez en cuando el
joven dirigía una mirada a su pobre traje y, al fin, dando un suspiro, exclamó:
-¡Mirad cuán miserable
soy!
-Sin embargo – contestó
el sacerdote –, me parece que eres un muchacho sano y bien alimentado. ¿Por
qué, en medio de nuestra agradable charla, te quejas de ser un pobre miserable?
-Como ya podéis
imaginaros – contesto el muchacho –, en mi vida no puedo hallar muchos
placeres, pues trabajo todos los días desde que sale el sol hasta que ha
anochecido. En cambio, me gustaría ser un gran general y ganar batallas, o bien
un hombre rico, comer y beber magníficamente, escuchar buena música o, quizá,
ser un gran hombre en la corte y ayudar a nuestro soberano, sin olvidar,
naturalmente, a mi familia que así gozaría de prosperidad. A cualquiera de
estas cosas llamo yo vivir digna y agradablemente. Quiero progresar en el
mundo, pero aquí no soy más que un pobre labrador. Y, si mi vida no os parece
miserable, ya me diréis qué concepto os merece.
Nada le contestó el
sacerdote y la conversación cesó entre ambos. Luego el joven comenzó a sentir
sueño y, en tanto que el posadero preparaba un plato de gachas de mijo, el
sacerdote tomó una almohada que llevaba en sus alforjas y le dijo al joven:
-Apoya la cabeza en
esta almohada y verás satisfechos todos tus deseos.
Aquella almohada era de
porcelana, redonda como un tubo y abierta por cada uno de sus dos extremos. En
cuanto el joven hubo acercado su cabeza a ella, empezó a soñar: una de las
aberturas le pareció tan grande y brillante por su parte inferior, que se metió
por allí, y en breve, se vio en su propia casa.
Transcurrió algún
tiempo y el joven se casó con una hermosa doncella. No tardó en ganar cada día
más dinero, de modo que podía darse el placer de llevar hermosos trajes y de
pasar largas horas estudiando. Al año siguiente se examinó y lo
nombraron magistrado.
Dos o tres años más
tarde y siempre progresando en su carrera, alcanzó el cargo de primer ministro
del Rey. Durante mucho tiempo el monarca depositó en él toda su confianza, pero
un día aciago se vio en una situación desagradable, pues lo acusaron de
traición, lo juzgaron y fue condenado a muerte. En compañía de otros varios
criminales lo llevaron al lugar fijado para la ejecución. Allí le hicieron
arrodillarse y el verdugo se acercó a él para darle muerte.
De pronto, aterrado por
el golpe mortal que esperaba, abrió los ojos y, con gran sombro por su parte,
se encontró en la posada. El sacerdote estaba a su lado, con la cabeza apoyada
en la alforja, y el posadero aún estaba removiendo las gachas cuya cocción aún
no había terminado.
El joven guardó
silencio, comió sin pronunciar una palabra y luego se puso en pie, hizo una
reverencia al sacerdote y le dijo:
-Os doy muchas gracias
por la lección que me habéis dado. Ahora ya sé lo que significa ser un gran
hombre.
Y dicho esto, se
despidió y, satisfecho, volvió a su trabajo, que ya no le parecía tan miserable
como antes.