El joven iba perfectamente afeitado y pulcramente vestido. Era un lunes muy de mañana, y se metió en el metro. Era el primer día de su primer empleo, estaba un poco nervioso. No sabía con exactitud en qué iba a consistir su trabajo. Aparte de esto, se encontraba perfectamente bien. Toda la gente le veía bien. Le caían bien los transeúntes, los que se metían en el metro, y le caía bien el mundo, porque el día era claro y bueno, y él iba a empezar su primer empleo.
El joven consiguió encontrar un asiento en el metro que iba a Manhattan sin tener que dar codazos ni patadas a nadie. El vagón se llenó rápidamente, y él miraba a los que estaban de pie en torno a él y le envidiaban el asiento. Entre esta gente había una madre y su hija, que iban de compras. La hija era una bella muchacha rubia cuya piel parecía muy suave, y el joven se sintió atraído por ella inmediatamente.
-Te está mirando -susurró la madre a la hija.
-Sí, madre, y me molesta mucho. ¿Qué hago?
-Está enamorado de ti.
-¿Enamorado de mí? ¿Cómo puedes saberlo?
-Pues porque soy tu madre.
-Pero ¿qué hago?
-Nada. Intentará hablar contigo. Si lo hace tienes que contestarle. Sé amable con él. No es más que un muchacho.
El tren llegó al barrio de las oficinas comerciales y mucha gente se bajó. La chica y su madre encontraron asiento enfrente del joven, que seguía mirando a la chica, la cual, de vez en cuando, le miraba para ver si la estaba mirando.
El joven cedió su sitio a un hombre mayor como pretexto para ponerse de pie. Se quedó de pie junto a la chica y su madre. En otra parada quedó libre el asiento que había junto al de la chica, y el joven se sonrojó, pero lo ocupó inmediatamente.
-Lo sabía -dijo la madre, entre dientes-, lo sabía. Lo sabía.
El joven carraspeó y tocó a la chica en el hombro, haciéndola sobresaltarse.
-Dispénseme -le dijo-, pero es usted una chica muy bonita.
-Gracias -dijo ella.
-No hables con él -dijo la madre-, no le contestes. Te lo advierto. Hazme caso.
-Estoy enamorado de usted -dijo él a la chica.
-No le creo -dijo la chica.
-No le contestes -dijo la madre.
-De verdad que sí -dijo él-; más aún: estoy tan enamorado de usted que quiero casarme con usted.
-¿Tiene usted empleo? -dijo ella.
-Sí, hoy es el primer día. Voy a Manhattan a empezar mi primer día de trabajo.
-¿Y qué clase de trabajo es el que va a hacer? -preguntó ella.
-No lo sé con exactitud -dijo él-, ya le dije que todavía no he empezado.
-Parece interesante -dijo ella.
-Es mi primer empleo, pero tendré mesa propia, y manejaré un montón de papeles y tendré que llevarlos por ahí en una cartera, y me pagarán bien, y ascenderé a fuerza de trabajo.
-Te amo -dijo ella.
-¿Te casarás conmigo?
-No lo sé. Tendrás que preguntárselo a mi madre.
El joven se levantó de su asiento y se situó de pie ante la madre de la chica. Esta vez carraspeó con gran cuidado.
-Tengo el honor de pedirle la mano de su hija -dijo, pero el ruido que hacía el vagón ahogó completamente su voz. La madre le miró y dijo:
-¿Cómo?
Él tampoco la podía oír, pero por el movimiento de sus labios y por su manera de arrugar el rostro comprendió lo que había dicho: cómo.
El metro llegó a una estación.
-¡Que tengo el honor de pedirle la mano de su hija! -gritó él, sin darse cuenta de que el metro ya no hacía ruido.
Todos los que estaban en el vagón se le quedaron mirando, sonrieron, y luego se pusieron a aplaudir.
-¿Esta usted loco? -preguntó la madre.
El tren volvió a ponerse en marcha.
-¿Cómo? -dijo él.
-¿Por qué quiere casarse con ella? -preguntó la madre.
-En primer lugar porque es bonita. Quiero decir que estoy enamorado de ella.
-¿Y nada más?
-Pues no -dijo él-, ¿es que tiene que haber algo más?
-No, de ordinario no -dijo la madre-. ¿Trabaja usted?
-Sí, y, por cierto, ésa es la razón de que vaya ahora a Manhattan tan temprano. Es que hoy es mi primer día de trabajo.
-Pues felicidades -dijo la madre.
-Gracias. ¿Puedo casarme con su hija?
-¿Tiene usted coche? -preguntó ella.
-Todavía no -dijo él-, pero probablemente tendré uno dentro de muy poco. Y también casa.
-¿Casa?
-Sí, con muchas habitaciones.
-Bueno, sí, ya me figuré que iba a decir eso -dijo ella. Se volvió a su hija-: ¿Lo quieres?
-Sí, madre, lo quiero.
-¿Por qué?
-Pues porque es bueno, y dulce, y amable.
-¿Estás segura’?
-Sí.
-Entonces es que lo quieres de verdad.
-Sí.
-¿Estás segura de que no hay ningún otro al que pudieras amar y con quien desearas casarte?
-No, madre -dijo la chica.
-Bueno, pues entonces -dijo la madre al joven- está visto que no puedo hacer nada. Pregúnteselo usted otra vez.
El metro se paró.
-Queridísima mía -dijo él-, ¿quieres casarte conmigo?
-Sí -dijo ella.
Todos los del vagón sonrieron y se pusieron a aplaudir.
-¿No es cierto que la vida es maravillosa? -preguntó el joven a la madre.
-Maravillosa -dijo la madre.
El revisor se bajó de entre los vagones al arrancar de nuevo el tren y, poniéndose bien la corbata oscura, se acercó a ellos con un solemne libro negro en la mano.
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