Pensaba con los codos en la barandilla: «Volveré siempre al nido que me espera. El mundo es un inmenso nido.» Y escribió sobre una columna: «Queridísimo mío: seré feliz. Seré como las aves…» Había vuelto a elevar el rostro. En tanto, el mar rugía a sus pies. «No es ese tu camino —dijo la muchacha lentamente—. No has nacido para estrellarte contra un estúpido muro de contención, sino para vivir también libre. ¿A dónde podrías tú llevarme, mar? Desconozco el mundo.» Pero se vio reflejada dentro de sí misma y reparó, una vez más, en la gran luz que poseía y que aún no se había extinguido completamente. Ni siquiera había comenzado a enturbiarse dentro de su corazón. «Ella es mi esperanza —afirmó al mar. Y añadió—: Es como tú de inmensa. Se alarga y no tiene fin, se eleva y no tropieza con nada… Pero tú has tropezado con un muro, queridísimo mar; lo considero un espantoso ridículo para tus portentosas fuerzas. ¿Por qué no lo derribas? Entonces yo me ahogaría entre la espuma, y, como en un juego, me quedaría inerte… Pero no me seduce morir porque ahora, tú lo sabes bien, noto el embrujo de la vida.»
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