Los rayos de un incipiente sol entraban por la ventana a través de las cortinas casi transparentes y me habían despertado de un profundo y reparador sueño. Al abrir los ojos vi su hombro desnudo entre las sábanas blancas, y no pude escapar del deseo de depositar un suave beso en su piel.
La noche había sido perfecta, como todas las que le habían precedido. La pasión todavía anidaba en nuestros cuerpos vencidos por el tiempo y se expandía por todos nuestros poros como las primeras veces años atrás. Todavía podíamos reconocernos a través de nuestras miradas cuando se cruzaban nuestros ojos entre besos de melaza y caricias aterciopeladas.
Dejé que descansara un rato más, aprovechando para salir al porche de nuestro refugio de media montaña. Una casa que siempre había estado en nuestros sueños, un espacio para compartir la vida que nos fue vetada durante demasiado tiempo. Era sencilla, de dimensiones relativamente pequeñas y con el mobiliario y ajuar básico para compartir de forma sencilla los momentos mágicos de la convivencia.
Frente a aquellas vistas de medianías, con la isla vecina al fondo separada por un mar que fue siempre una frontera natural, podía tener una amplia visión de la costa sur de la isla. Era feliz, más de lo que podía haber imaginado en los pensamientos del pasado cuando soñaba con instantes como éste. No había sido un camino fácil, desde luego, pues la vida, el destino o las circunstancias no siempre te facilitan la consecución de nuestros sueños; pero estábamos allí, perdidos en la nada más intimista y a un tiro de piedra del bullicio de la civilización y de todos. Estábamos solos…pero en nuestra mutua compañía.
Una lágrima asomó a la mañana. No sé todavía si fruto de las penurias del pasado o de la felicidad del presente. Hacía algo de frío por lo que entré en la casa refugiándome de nuevo entre las sábanas y acomodándome junto al cuerpo que me daba el calor necesario. Ella se giró, sonrió, secó mi lágrima y cerró los ojos. Yo la besé en los labios y también cerré los ojos.
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