La dicha de vivir
Poco antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a ver a Jesús conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el Maestro.
–Yo soy el resucitado de Naim –dijo el hombre–. Antes de mi muerte, me regocijaba con el vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos, prodigaba joyas y me recreaba en la música. Hijo único, la fortuna de mi madre viuda era mía tan solo. Ahora nada de eso puedo; mi vida es un páramo. ¿A qué debo atribuirlo?
–Es que cuando el Maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados -respondió el Apóstol-. Es como si aquél volviera a nacer en la pureza del párvulo…
–Así lo creía y por eso vengo.
–¿Qué podrías pedirle, habiéndote devuelto la vida?
–Que me devuelva mis pecados –suspiró el hombre.
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