La palabra es hueca y limitada. Podemos cambiarla, transformarla, adornarla…pero, llegado el momento, se acaba, se agota en el vacío. Al final, sólo queda el silencio cómplice, resultado de decenas de silencios: el silencio de una noche rota en mil estrellas, el silencio de un mar sin olas que acaricien la arena, el silencio de un corazón dormido entre caricias, el silencio de los ausentes y así, un silencio tras otro, hasta formar una cadena que silencie la voz de la esperanza.
Pero hasta el propio silencio está lleno de palabras que juegan a formar frases concadenadas, buscando salir de la profundidad de su encierro porque la esperanza puede ser silenciada en un momento crucial que puede sentirse infinito pero resucitará desafiante ante la vida con energía renovada que el propio silencio le inyecta desde su aparente calma; porque el silencio es fuerza dominadora que arrolla a su paso, como un torbellino cuyo poder debemos aprender a dominar a nuestro favor so pena de aplastarnos en su inmensidad.
No podemos huir del silencio porque, en algún momento de nuestras vidas, tenemos que enfrentarnos a su estancia, sólo debemos conocerlo, aprenderlo y casi diría que hasta amarlo porque su esencia nos devorará en nuestro miedo, su interior nos inundará ante nuestro temor y sólo aflorará la esperanza en nosotros cuando lo integremos como parte nuestra, aprendiendo a hablar en nuestra realidad con la palabra sonora que de nuestros labios escapa y con el silencio callado que habla de nuestra alma.
La palabra es ágil como una gacela a trote por los prados, volátil como el éter en el aire, interpretable como una canción. La palabra es el silencio musicado con sonidos silábicos que le dan forma, es el aroma de nuestros íntimos pensamientos, es el grito ascendente de nuestro interior.
El silencio es la palabra ahogada, es la voz que nunca llegó a crecer, es el sonido callado de nuestra alma.
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