Es conocida la historia de Nan-in, un Maestro japonés que vivió en la era Meiji, y lo que le sucedió con un profesor universitario que fue a visitarlo intrigado por la afluencia de jóvenes que acudían al jardín del Maestro.
Nan-in era admirado por su sabiduría, por su prudencia y por la sencillez de su vida, a pesar de haber sido en su juventud un personaje que había brillado en la Corte. Aceptaba en silencio que algunos se sentaran con él al caer de la tarde, pero no debían importunarlo después de la meditación. Entonces, parecía algo serio y hasta hosco, pero no era más que la necesaria readaptación mientras trabajaba en su jardín, pelaba patatas o remendaba la ropa.
El prestigioso profesor se hizo anunciar con antelación haciendo saber que no disponía de mucho tiempo, pues tenía que regresar a sus tareas en la universidad.
Cuando llegó, saludó al Maestro y, sin más preámbulos, le preguntó por el Zen. Nan-in le ofreció el té y se lo sirvió con toda la calma del mundo. Y aunque la taza del visitante ya estaba llena, el Maestro siguió vertiéndolo. El profesor vio que el té se derramaba y ya no pudo contenerse.
—¿Pero no se da cuenta de que está completamente llena? ¡Ya no cabe ni una gota más!
—Al igual que esta taza, –respondió Nan-in sin perder la compostura ni abandonar su amable sonrisa—, usted está lleno de sus opiniones. ¿Cómo podría mostrarle lo que es el camino del Zen si primero no vacía su taza?
Airado, el profesor se levantó y con una mera inclinación de cabeza se despidió sin decir palabra.
Mientras el Maestro recogía la taza y limpiaba el suelo, un joven se acercó para ayudarle.
—Maestro, ¡cuánta suficiencia! Qué difícil debe de ser para los letrados comprender la sencillez del Zen.
—No menos que para muchos jóvenes que llegan cargados de ambición y no se han esforzado por cultivar las disciplinas del estudio. Al menos, los estudiosos ya han hecho una parte del camino y tienen algo de lo que desprenderse.
—¿Entonces, Maestro, cual es la actitud correcta?
—No juzgar, y permanecer atento.
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