LA VOZ ESPERANZADA
¡Ardiendo, España, estás! Ardiendo
con largas uñas rojas encendidas;
a balas matricidas
pecho, bronce oponiendo,
y en ojo, boca, carne de traidores hundiendo
las rojas uñas largas encendidas.
Alta, de abajo vienes,
a raíces volcánicas sujeta;
lentos, azules cables con que tu voz sostienes,
tu voz de abajo, fuerte, de pastor y poeta.
Tus ráfagas, tus truenos, tus violentas
gargantas se aglomeran en la oreja del mundo;
con pétreo músculo violentas
el candado que cierra las cosechas del mundo.
Sales de ti; levantas
la voz, y te levantas
sangrienta, desangrada, enloquecida,
y sobre la extensión enloquecida
más pura te levantas, te levantas.
Viéndote estoy las venas
vaciarse, España, y siempre volver a quedar llenas;
tus heridos risueños,
tus muertos sepultados en parcelas de sueños;
tus duros batallones,
hechos de cantineros, muleros y peones.
Yo,
hijo de América,
hijo de ti y de África,
esclavo ayer de mayorales blancos dueños de látigos
coléricos;
hoy esclavo de rojos yanquis azucareros y voraces;
yo chapoteando en la oscura sangre en que se mojan
mis Antillas; ahogado en el humo agriverde de los cañaverales;
sepultado en el fango de todas las cárceles;
cercado día y noche por insaciables bayonetas;
perdido en las florestas ululantes de las islas crucificadas en la cruz del Trópico;
yo, hijo de América,
corro hacia ti, muero por ti.
Yo, que amo la libertad con sencillez,
como se ama a un niño, al sol, o al árbol plantado frente
a nuestra casa;
que tengo la voz coronada de ásperas selvas milenarias,
y el corazón trepidante de tambores,
y los ojos perdidos en el horizonte,
y los dientes blancos, fuertes y sencillos para tronchar
raíces
y morder frutos elementales;
y los labios carnosos y ardorosos
para beber el agua de los ríos que me vieron nacer,
y húmedo el torso por el sudor salado y fuerte
de los jadeantes cargadores en los muelles,
los picapedreros en las carreteras,
los plantadores de café y los presos que trabajan
desoladamente,
inútilmente en los presidios sólo porque han querido
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