La
endeble luz de la democracia
Extracto de un discurso
Mientras seguimos discutiendo si hay
vida después de la muerte, ¿podríamos incluir otra pregunta en la discusión?
¿Hay vida después de la democracia? ¿Qué tipo de vida será? Cuando hablo de democracia
no me refiero a un ideal o una inspiración, sino al modelo existente, es decir,
la democracia liberal occidental y las variantes que tenemos.
Entonces,
¿hay vida después de la democracia?
A menudo los
intentos de responder esta pregunta se convierten en una comparación entre
diferentes sistemas de gobierno y terminan en una defensa combativa de la
democracia, que provoca cierta desazón. “Tiene sus defectos”, decimos, “no es
perfecta, pero es mejor que cualquiera de los otros sistemas”. Inevitablemente
alguien remacha: “Afganistán, Pakistán, Arabia Saudita, Somalia... ¿preferirías
eso?”.
Si la
democracia debería o no ser la utopía a la que aspiran todas las sociedades “en
desarrollo”, es otra pregunta por separado (yo creo que sí, la fase idealista
temprana puede ser muy embriagadora). La pregunta sobre la vida después de la
democracia se dirige a quienes ya vivimos en una democracia o en países que
aparentan ser democracias. Esta pregunta no trata de insinuar que debamos
retomar viejos modelos desacreditados de gobiernos totalitarios o autoritarios,
sino que alude a que el sistema de la democracia representativa –demasiada
representación, demasiada poca democracia– necesita algunos ajustes
estructurales.
Podría
parecer fuera de lugar criticar la democracia ante una audiencia que incluye
escritores de países cuyos pueblos no conocen la democracia o cuyos regímenes
totalitarios les han negado los derechos básicos durante décadas. Pero todos
sabemos que, como el capital global, los sistemas políticos también están
interconectados. Con más frecuencia que en el caso contrario, son las grandes
naciones democráticas –disfrazadas de salvaguardias de la moral y servidoras de
la humanidad– las que apoyan, financian y refuerzan las dictaduras militares y
los regímenes dictatoriales. Sabemos que las guerras en Irak y Afganistán,
donde cientos de miles de personas perdieron la vida y ciudades enteras fueron
convertidas en escombros por los bombarderos, fueron hechas en nombre de la
democracia. También sabemos que países que se llaman a sí mismos democracias
administran muchas de las ocupaciones militares en el mundo: me refiero a
Palestina, Irak, Afganistán y Cachemira.
Por lo
tanto, las preguntas reales aquí son: ¿qué hemos hecho de la democracia? ¿En
qué la hemos convertido? ¿Qué pasará cuando la democracia se gaste? ¿Cuándo
quede hueca, vacía de significado? ¿Qué pasará cuando todas sus instituciones
hayan hecho metástasis hacia algo peligroso? ¿Qué pasará ahora que la
democracia y el mercado libre se han fusionado en un solo organismo depredador
con una imaginación tan restringida que piensa casi exclusivamente en maximizar
las ganancias? ¿Es posible invertir este proceso? ¿Puede algo que ha mutado
volver a ser lo que era?
Lo que
necesitamos hoy para la supervivencia de este planeta es una visión a largo
plazo. ¿Pueden los gobiernos cuya supervivencia depende de las ganancias
inmediatas proporcionar esta visión? ¿Puede ser que la democracia, la respuesta
sagrada a nuestras esperanzas y plegarias inmediatas, la protectora de nuestras
libertades individuales y nutridora de nuestros sueños de avaricia, resulte la
etapa final de la raza humana? ¿Puede ser que la democracia tenga tanto éxito
en los humanos modernos precisamente porque refleja nuestra mayor necedad,
nuestra miopía? Nuestra incapacidad de vivir por completo en el presente (como
lo hace la mayoría de los animales), combinada con nuestra incapacidad de ver
el futuro lejano, nos convierte en extrañas criaturas a medio camino, ni
bestias ni profetas. Nuestra asombrosa inteligencia parece haber dejado atrás
nuestro instinto de supervivencia. Saqueamos la Tierra con la esperanza de que
la acumulación de excedentes materiales compense esta gran pérdida.
Yo he vivido
toda mi vida en la India, un país que se vende a sí mismo como la democracia
más grande del mundo (también ha usado adjetivos como la “más grandiosa” o la
“más antigua”). Así que con el perdón de ustedes, criticaré la democracia
actual desde esta perspectiva.
Hoy en día
palabras como progreso y desarrollo se han vuelto intercambiables
con “reformas” económicas, desregulación y privatización. Libertad viene
ahora a significar “oportunidad” y tiene menos que ver con el espíritu humano
que con las diferentes marcas de desodorante. Mercado ya no significa el
lugar donde la gente va a comprar los víveres. Ahora el mercado es un espacio
desterritorializado donde corporaciones sin cara hacen sus negocios, incluyendo
la compraventa de “futuros”. Justicia viene ahora a significar “derechos
humanos” (y de ellos, como se dice, “unos pocos bastan”). Este despojo del
lenguaje, esta técnica de usurpar palabras y emplearlas como armas, de usarlas
para enmascarar intenciones y decir exactamente lo contrario de lo que ellas
significaban tradicionalmente, es una de las victorias estratégicas más
brillantes de la nueva administración, que le ha permitido marginalizar a sus
detractores, privarlos de un lenguaje para articular su crítica y desdeñarlos
como “antiprogresistas”, “antidesarrollo”, “antirreformas” y, por supuesto,
como “antinacionales”, o sea, de negativistas de la peor calaña. Hablas de
salvar un río o de proteger un bosque y te dirán: ¿acaso no crees en el
progreso? A la gente cuyas tierras yacen sumergidas bajo embalses y cuyas casas
son barridas por bulldózers, le dicen: ¿tienes un modelo alternativo de desarrollo?
A aquellos que creen que el gobierno está en el deber de darle educación
básica, salud y seguridad social al pueblo, les dicen: tú estás en contra del
mercado. ¿Y quién si no un cretino podría estar en contra del mercado?
Los
escritores nos pasamos la vida tratando de minimizar la distancia entre el
pensamiento y la expresión, tratando de darles forma a nuestros desorganizados
pensamientos íntimos. El nuevo lenguaje del “desarrollo” hace exactamente lo
contrario; está concebido para engañar, para enmascarar las intenciones.
Este robo
del lenguaje podría resultar la clave de nuestra ruina.
Dos décadas
de este tipo de “progreso” en India han creado una amplia clase media aturdida
por la riqueza repentina y el respeto repentino que viene ligado a ella, y una
clase pobre desesperada mucho más amplia. Diez millones de personas han sido
desposeídas y desplazadas de sus tierras por las inundaciones, sequías y la
desertificación causada por la explotación indiscriminada del medio ambiente,
por proyectos infraestructurales a gran escala, embalses, minas y zonas
económicas especiales. Todo ello promocionado en nombre de los pobres, pero en
realidad al servicio de la creciente demanda de la nueva aristocracia.
…
En
Estambul, mientras daba mi conferencia ante un público tenso en un auditorio
universitario (tenso porque palabras como unidad, progreso,
genocidio y armenios tienden a molestar a las autoridades turcas si
son pronunciadas juntas), pude ver que Rakel Dink, la viuda de Hrant Dink,
lloraba todo el tiempo en su butaca de la primera fila. Cuando terminé, me
abrazó y me dijo: “No perdemos las esperanzas. ¿Por qué no perdemos las
esperanzas?”.
Dijo
nosotros, no tú.
Entonces
vinieron a mi mente las palabras del poeta urdu Faiz Ahmed Faiz, cantadas tan
angustiosamente por Abida Parveen:
nahin nigah main manzil to justaju hi sahi
nahin wisaal mayassar to arzu hi sahi
y traté de
traducírselas más o menos así:
Si los
sueños fracasan, la añoranza ha de tomar su lugar
Si el
reencuentro es imposible, el anhelo ha de tomar su lugar.
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