La cama se me hace inmensa frente a los ojos que no se
cierran en la alborada de este último domingo de septiembre así que me levanto
y dejo que el agua fría de la ducha lave las pesadillas de la noche. El día
todavía está clareando cuando enfilo con el coche por la autopista sin rumbo
conocido y cerca de las nueve ya estaba pateando el reducto de la Selva de
Doramas en los Tiles de Moya. Unas zapatillas que siempre llevo en el coche,
una gorra, una botella de agua y la cámara de fotos son mi única compañía a esa
hora.
El trayecto
de baja dificultad invita al paseo y al sosiego, al camino sin prisas para
guardar en la retina los detalles de la naturaleza y contemplar la realidad
actual de lo que fue una gran masa forestal. Sólo los pájaros con su canto me
recuerdan que se me han adelantado al despertar y eso junto con mis pasos sobre
la hojarasca es lo único que rompe el silencio del lugar.
El camino
está bien señalizado y se hace fácil para una mañana de domingo en la que no
estaba previsto el senderismo, sin más impedimentos que las arañas que han
tejido su tela en la noche entre arboledas que bordean el sendero dejando como
trampas para este caminante que se enreda suavemente en ellas al paso.
Es un
sendero ideal para hacerlo a estas horas de la mañana en que todavía no ha sido
tomado por el tráfico humano y, de hecho, tiempo después ya me encuentro a los
primeros senderistas, justo cuando el final del camino se acerca para
devolverme a la ciudad.
Los
eucaliptos de otros tiempos me acompañan en el último tramo para despedirse
hasta una próxima cita y atrás dejé un pequeño tiempo para pensar a solas sobre
lo humano y lo divino, para sentir el abrazo de una brisa entre tiles y
laureles, para dejar que mis pasos siguieran solos un camino de hojarasca seca
por las temperaturas del estío y para huir de una rutina de domingo.
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