Cumplía ayer
mi penúltimo cumpleaños antes de la cincuentena, entre las llamadas y mensajes
de los presentes y el vacío de las ausentes, haciendo balance de los años
pasados y enfrentando a los años futuros. Todo ello en una crisis leve de salud
que, casualidad o no, me recuerda los años físicos de mi cuerpo amén de los
mentales que pueda creerme. Nunca me ha importado mucho el concepto de edad; de
hecho, muchas veces se me olvida la que tengo y tengo que hacer cuentas para
averiguarla. El número de años de una persona es una idea relativa con la que
pretendemos encerrar la capacidad humana en una cifra, la cual, dependiendo de
si está menos o más cerca del cero como punto de inicio marca nuestra cercanía
al final y, por consiguiente, nuestra merma de facultades.
Tantos años en esa dinámica, viendo
como nuestros mayores llegados a una edad se apartaban para dejar paso a savia
nueva, dejando correr el tiempo en una espera resignada, que hemos sucumbido a
la sinrazón de no vivir pese a la edad que tengamos como si nos quedara toda la
vida por delante. Independientemente del número que se nos asigne según nuestra
fecha de nacimiento tenemos todo el futuro, sea éste corto o largo, para
interactuar con nuestro entorno y con nuestra gente.
En
esta tesitura de pensamiento estaba cuando recordé un poema de Saramago que
había citado en una entrada anterior de este blog que lleva por título "Cumpleaños" . Trás su relectura el debate quedó zanjado. Todo estaba dicho.
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