Me despertaba una
mañana de esta semana con los ecos de un sueño de infancia en la memoria
residual. Con el recuerdo de la evocación nocturna todavía en la mente me fui
al día siguiente hacia el barrio de mis sueños por revivir en presente las evocaciones
de Morfeo.
Por supuesto, el paisaje no era ni por
asomo el mismo de aquellos años. Me encontré un panorama desolador, un desierto
de casas y terrenos baldíos que destilaban tristeza y melancolía de lo que fue.
Mis recuerdos todavía le podían dar vida si cerraba los ojos.
Era una calle en forma de ele que,
aunque perteneciendo al barrio, estaba separada de éste por un estrecho
callejón peatonal. Mi casa se encontraba frente a los muros de piedra hechos a
mano que bordeaban la línea derecha de la calle y a lo largo de toda ella,
sirviendo de parapeto a los terrenos agrícolas que en hileras perfectamente
delineadas cubrían de verde aquellos parajes con diversas especies vegetales,
especialmente maíz, o millo como diríamos los canarios, salpicado todo el
vergel por algunas higueras estratégicamente situadas.
Desde mi azotea podía divisar todo ese
horizonte verde y prácticamente todas las casas de la calle, entre las que se
encontraba la de una parte de la familia. El abanico de diversión era amplísimo.
Tan pronto podíamos estar jugando al fútbol callejero cogiendo prestado del
baloncesto los tiempos muertos para el paso de peatones y coches, o estar
jugando al escondite sirviéndonos de las frondosidades de la vegetación de la zona.
Además disponíamos de un extenso jardín a las puertas de nuestra casa, la
hermosa finca que tenía su entrada en el barrio y que se adentraba siguiendo la
estela del barranco hasta los confines del horizonte de nuestras miradas. Esta
nos servía de patio de juegos durante el día, para las tertulias por la noche,
e incluso para las hogueras de San Juan en la noche mágica al abrigo de sus
muros mientras piñas prestadas del entorno servían para el condimento del
hambre de unos chavales a la luz de la lumbre. Recuerdo también los fuertes
algarrobos donde montábamos nuestras casas de altura y pasábamos largos ratos.
De todo aquello no queda nada, salvo
los muros derruidos, una puerta carcomida que no guarda nada, algunos
supervivientes secos de la arboleda que fue algún día y las casas del barrio
vecino que parecen tragarse la finca por el lado sur uniendo casi ambas
vecindades, cuando antes la marea verde y frondosa sólo dejaba ver cientos de
metros delante de ti.
Recuerdo los juegos y alborotos con mis primos, las tertulias y
reuniones en torno a la tierra, ya sea para la plantación de un terreno de
papas o cebollinos o para el descamisado de la piña, las visiones y
observaciones infantiles de un mundo de adultos, las cabras y vacas que podía
contemplar y cuidar en un entorno de campo incrustado en la civilización y así
podría seguir enumerando momentos y sensaciones que la evolución de los pueblos
por una parte y la propia por otra se han encargado de dejar atrás, sepultando
esa ingente fuente de felicidad en el baúl de los recuerdos.
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