martes, 28 de mayo de 2013

Soñando con la infancia

 
 

Me despertaba una mañana de esta semana con los ecos de un sueño de infancia en la memoria residual. Con el recuerdo de la evocación nocturna todavía en la mente me fui al día siguiente hacia el barrio de mis sueños por revivir en presente las evocaciones de Morfeo.
          Por supuesto, el paisaje no era ni por asomo el mismo de aquellos años. Me encontré un panorama desolador, un desierto de casas y terrenos baldíos que destilaban tristeza y melancolía de lo que fue. Mis recuerdos todavía le podían dar vida si cerraba los ojos.
          Era una calle en forma de ele que, aunque perteneciendo al barrio, estaba separada de éste por un estrecho callejón peatonal. Mi casa se encontraba frente a los muros de piedra hechos a mano que bordeaban la línea derecha de la calle y a lo largo de toda ella, sirviendo de parapeto a los terrenos agrícolas que en hileras perfectamente delineadas cubrían de verde aquellos parajes con diversas especies vegetales, especialmente maíz, o millo como diríamos los canarios, salpicado todo el vergel por algunas higueras estratégicamente situadas.
          Desde mi azotea podía divisar todo ese horizonte verde y prácticamente todas las casas de la calle, entre las que se encontraba la de una parte de la familia. El abanico de diversión era amplísimo. Tan pronto podíamos estar jugando al fútbol callejero cogiendo prestado del baloncesto los tiempos muertos para el paso de peatones y coches, o estar jugando al escondite sirviéndonos de las frondosidades de la vegetación de la zona. Además disponíamos de un extenso jardín a las puertas de nuestra casa, la hermosa finca que tenía su entrada en el barrio y que se adentraba siguiendo la estela del barranco hasta los confines del horizonte de nuestras miradas. Esta nos servía de patio de juegos durante el día, para las tertulias por la noche, e incluso para las hogueras de San Juan en la noche mágica al abrigo de sus muros mientras piñas prestadas del entorno servían para el condimento del hambre de unos chavales a la luz de la lumbre. Recuerdo también los fuertes algarrobos donde montábamos nuestras casas de altura y pasábamos largos ratos.
          De todo aquello no queda nada, salvo los muros derruidos, una puerta carcomida que no guarda nada, algunos supervivientes secos de la arboleda que fue algún día y las casas del barrio vecino que parecen tragarse la finca por el lado sur uniendo casi ambas vecindades, cuando antes la marea verde y frondosa sólo dejaba ver cientos de metros delante de ti.
        Recuerdo los juegos y alborotos con mis primos, las tertulias y reuniones en torno a la tierra, ya sea para la plantación de un terreno de papas o cebollinos o para el descamisado de la piña, las visiones y observaciones infantiles de un mundo de adultos, las cabras y vacas que podía contemplar y cuidar en un entorno de campo incrustado en la civilización y así podría seguir enumerando momentos y sensaciones que la evolución de los pueblos por una parte y la propia por otra se han encargado de dejar atrás, sepultando esa ingente fuente de felicidad en el baúl de los recuerdos.


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