A estas alturas de la democracia, tal como la concebimos en
la actualidad, parece medianamente claro que Montesquieu, si bien es nombrado
como el teórico que estableció la separación de poderes, tenía razón en el
fondo cuando opinaba que la democracia sólo es posible en comunidades pequeñas
no siendo propicia pues para los estados modernos
En su obra “Del espíritu de las leyes” expone los tres poderes
y quienes deben ejercerlo y que en nuestro ordenamiento jurídico serían el
legislativo por parte de las Cortes Generales, el ejecutivo por parte del
Gobierno del Estado y el judicial por los Tribunales de Justicia. Conceptos
como, por ejemplo, mayoría absoluta y cuarto poder no eran conocidos en
aquellos tiempos.
El poder legislativo está intervenido por las posibles
mayorías absolutas en el juego democrático con lo que se establecen puentes
colgantes con el poder ejecutivo siendo el primero un títere en manos del
gobierno de turno. Además el gobierno del estado suele estar presionado o
influenciado, en función de ideologías y otros intereses, por grupos de
comunicación, sociales, económicos, religiosos… que a través de éste incide en
la génesis de leyes propicias para sus objetivos.
El poder judicial, en función de los mecanismos de
nombramiento, igualmente está influenciado por el poder ejecutivo, en la línea
de lo citado en el párrafo anterior, y a su vez por los medios de comunicación
que imparten justicia de forma paralela o establece mecanismos de presión
positiva o negativa a través de juicios paralelos en la palestra social.
Así pues, nos encontramos con tres poderes con posibilidad de
vasos comunicantes entre sí y con influencias externas que hacen que la teoría
del iluso Montesquieu se deshaga como azucarillo en agua.
Como despedida algunas frases suyas:
“Una cosa no es justa por el hecho de ser
ley. Debe ser ley porque es justa”
“Cuando un gobierno dura mucho tiempo se descompone poco
a poco y sin notarlo”
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