jueves, 26 de junio de 2014

Reflexionar con...Ana María Matute

 
Los chicos
Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos escondíamos para tirarles piedras, o huíamos.

          Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.

           Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados. «Gentuza, ladrones, asesinos.. .» decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los penados.

          El hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto, que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén y tenía unos puños rojizos, pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros, audaz y fanfarrón, le seguíamos adonde él quisiera.

         El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube de polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de refugio.

     -Sois cobardes -nos dijo-. ¡Esos son pequeños!

      No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa, de que eran algo así como el espíritu del mal.

     -Bobadas -nos dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de admiración.

       Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del río. Nosotros esperábamos, detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el aire que nos llenaba de pavor. (Recuerdo que yo mordía la cadenita de la medalla y que sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto crujiente de la cigarra entre la hierba del prado.) Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la tierra.

       Al llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando ranas como solíamos. Y para provocarnos, empezaron a silbar y a reír de aquella forma de siempre, opaca y humillante. Era su juego: llamarnos sabiendo que no apareceríamos. Nosotros seguíamos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería hacer.

       Mi hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran culebra. Con sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los chicos, y se le echó encima.

       Con la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero al refugio, donde le aguardábamos. Las piedras caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y, arrastrando al chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr, como gazapos, hacia sus chabolas.

       Sólo de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis hermanos sintieron el mismo pavor que yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada a él, y un gran frío nos subía por la garganta.

        Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo y empezó a golpearle la cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con un ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse detenido. Como todas las voces.

        Efrén estuvo un rato golpeando al chico con su gran puño. El chico, poco a poco, fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía la cara oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas negras, como quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo. Mi hermano mayor se acercó despacio, y luego nosotros.

       Parecía mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera parecían mucho más altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén en aquel momento!

      -¿No tienes aún bastante? -dijo en voz muy baja, sonriendo. Sus dientes, con los colmillos salientes, brillaban al sol-. Toma, toma...

       Le dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió un paso y me pisó. Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde. Efrén nos miró.

       -Vamos -dijo-: Este ya tiene lo suyo-. Y le dio con el pie otra vez.

       -¡Lárgate, puerco! ¡Lárgate en seguida!

       Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso hacia la casa, muy seguro de que le seguíamos.

       Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy achicados, y su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba manchado de sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba. Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras, sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida.

       El chico se puso en pie despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén le arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atreví a mirar su espalda, renegrida, y desnuda entre los desgarrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por qué. Únicamente supe decirme: "Si sólo era un niño. Si era nada más que un niño, como otro cualquiera".



sábado, 21 de junio de 2014

Relato: El espejo

 

Se miró al espejo… escrutándose en cada parte de su cuerpo, en cada mueca. No se reconocía por más que pusiera empeño en recordar lo que era, o lo que quería ser. Le costaba hasta reconocer su nombre en otros labios que no fueran los suyos.
El paso de los años había tejido una telaraña a su alrededor que envolvía suave y fuerte a la vez cualquier intento de traspasarla como una frontera invisible que la separaba del exterior. Sus palabras eran un torrente eterno que solo disimulaban sus propios silencios. Se reconocía en sus errores pero poco hacía para cambiar su actitud de vida, quizás por la inercia de años.
Era el momento del cambio…lo sabía, pero justamente eso le impedía dar ese primer paso que llevaría a un camino sin retorno, donde la aventura es la única brújula que marque su destino.
Miró de nuevo al espejo y se reconoció al mirarse a los ojos porque sólo ella sabía lo que escondía tras sus pupilas.
De repente, en un acto instintivo, se descalzó y el tacón de su zapato rojo le sirvió para de un golpe seco romper en pedazos un cristal que expandió sus reflejos y sus miedos por toda la habitación.
Y entonces supo que ese era el primer paso.
 
 


viernes, 13 de junio de 2014

Reflexionar con...Arundhati Roy

 

La endeble luz de la democracia
Extracto de un discurso
Mientras seguimos discutiendo si hay vida después de la muerte, ¿podríamos incluir otra pregunta en la discusión? ¿Hay vida después de la democracia? ¿Qué tipo de vida será? Cuando hablo de democracia no me refiero a un ideal o una inspiración, sino al modelo existente, es decir, la democracia liberal occidental y las variantes que tenemos.
Entonces, ¿hay vida después de la democracia?
A menudo los intentos de responder esta pregunta se convierten en una comparación entre diferentes sistemas de gobierno y terminan en una defensa combativa de la democracia, que provoca cierta desazón. “Tiene sus defectos”, decimos, “no es perfecta, pero es mejor que cualquiera de los otros sistemas”. Inevitablemente alguien remacha: “Afganistán, Pakistán, Arabia Saudita, Somalia... ¿preferirías eso?”.
Si la democracia debería o no ser la utopía a la que aspiran todas las sociedades “en desarrollo”, es otra pregunta por separado (yo creo que sí, la fase idealista temprana puede ser muy embriagadora). La pregunta sobre la vida después de la democracia se dirige a quienes ya vivimos en una democracia o en países que aparentan ser democracias. Esta pregunta no trata de insinuar que debamos retomar viejos modelos desacreditados de gobiernos totalitarios o autoritarios, sino que alude a que el sistema de la democracia representativa –demasiada representación, demasiada poca democracia– necesita algunos ajustes estructurales.
Podría parecer fuera de lugar criticar la democracia ante una audiencia que incluye escritores de países cuyos pueblos no conocen la democracia o cuyos regímenes totalitarios les han negado los derechos básicos durante décadas. Pero todos sabemos que, como el capital global, los sistemas políticos también están interconectados. Con más frecuencia que en el caso contrario, son las grandes naciones democráticas –disfrazadas de salvaguardias de la moral y servidoras de la humanidad– las que apoyan, financian y refuerzan las dictaduras militares y los regímenes dictatoriales. Sabemos que las guerras en Irak y Afganistán, donde cientos de miles de personas perdieron la vida y ciudades enteras fueron convertidas en escombros por los bombarderos, fueron hechas en nombre de la democracia. También sabemos que países que se llaman a sí mismos democracias administran muchas de las ocupaciones militares en el mundo: me refiero a Palestina, Irak, Afganistán y Cachemira.
Por lo tanto, las preguntas reales aquí son: ¿qué hemos hecho de la democracia? ¿En qué la hemos convertido? ¿Qué pasará cuando la democracia se gaste? ¿Cuándo quede hueca, vacía de significado? ¿Qué pasará cuando todas sus instituciones hayan hecho metástasis hacia algo peligroso? ¿Qué pasará ahora que la democracia y el mercado libre se han fusionado en un solo organismo depredador con una imaginación tan restringida que piensa casi exclusivamente en maximizar las ganancias? ¿Es posible invertir este proceso? ¿Puede algo que ha mutado volver a ser lo que era?
Lo que necesitamos hoy para la supervivencia de este planeta es una visión a largo plazo. ¿Pueden los gobiernos cuya supervivencia depende de las ganancias inmediatas proporcionar esta visión? ¿Puede ser que la democracia, la respuesta sagrada a nuestras esperanzas y plegarias inmediatas, la protectora de nuestras libertades individuales y nutridora de nuestros sueños de avaricia, resulte la etapa final de la raza humana? ¿Puede ser que la democracia tenga tanto éxito en los humanos modernos precisamente porque refleja nuestra mayor necedad, nuestra miopía? Nuestra incapacidad de vivir por completo en el presente (como lo hace la mayoría de los animales), combinada con nuestra incapacidad de ver el futuro lejano, nos convierte en extrañas criaturas a medio camino, ni bestias ni profetas. Nuestra asombrosa inteligencia parece haber dejado atrás nuestro instinto de supervivencia. Saqueamos la Tierra con la esperanza de que la acumulación de excedentes materiales compense esta gran pérdida.
Yo he vivido toda mi vida en la India, un país que se vende a sí mismo como la democracia más grande del mundo (también ha usado adjetivos como la “más grandiosa” o la “más antigua”). Así que con el perdón de ustedes, criticaré la democracia actual desde esta perspectiva.
 
 Hoy en día palabras como progreso y desarrollo se han vuelto intercambiables con “reformas” económicas, desregulación y privatización. Libertad viene ahora a significar “oportunidad” y tiene menos que ver con el espíritu humano que con las diferentes marcas de desodorante. Mercado ya no significa el lugar donde la gente va a comprar los víveres. Ahora el mercado es un espacio desterritorializado donde corporaciones sin cara hacen sus negocios, incluyendo la compraventa de “futuros”. Justicia viene ahora a significar “derechos humanos” (y de ellos, como se dice, “unos pocos bastan”). Este despojo del lenguaje, esta técnica de usurpar palabras y emplearlas como armas, de usarlas para enmascarar intenciones y decir exactamente lo contrario de lo que ellas significaban tradicionalmente, es una de las victorias estratégicas más brillantes de la nueva administración, que le ha permitido marginalizar a sus detractores, privarlos de un lenguaje para articular su crítica y desdeñarlos como “antiprogresistas”, “antidesarrollo”, “antirreformas” y, por supuesto, como “antinacionales”, o sea, de negativistas de la peor calaña. Hablas de salvar un río o de proteger un bosque y te dirán: ¿acaso no crees en el progreso? A la gente cuyas tierras yacen sumergidas bajo embalses y cuyas casas son barridas por bulldózers, le dicen: ¿tienes un modelo alternativo de desarrollo? A aquellos que creen que el gobierno está en el deber de darle educación básica, salud y seguridad social al pueblo, les dicen: tú estás en contra del mercado. ¿Y quién si no un cretino podría estar en contra del mercado?
Los escritores nos pasamos la vida tratando de minimizar la distancia entre el pensamiento y la expresión, tratando de darles forma a nuestros desorganizados pensamientos íntimos. El nuevo lenguaje del “desarrollo” hace exactamente lo contrario; está concebido para engañar, para enmascarar las intenciones.
 Este robo del lenguaje podría resultar la clave de nuestra ruina.
 Dos décadas de este tipo de “progreso” en India han creado una amplia clase media aturdida por la riqueza repentina y el respeto repentino que viene ligado a ella, y una clase pobre desesperada mucho más amplia. Diez millones de personas han sido desposeídas y desplazadas de sus tierras por las inundaciones, sequías y la desertificación causada por la explotación indiscriminada del medio ambiente, por proyectos infraestructurales a gran escala, embalses, minas y zonas económicas especiales. Todo ello promocionado en nombre de los pobres, pero en realidad al servicio de la creciente demanda de la nueva aristocracia.
 … 
 En Estambul, mientras daba mi conferencia ante un público tenso en un auditorio universitario (tenso porque palabras como unidad, progreso, genocidio y armenios tienden a molestar a las autoridades turcas si son pronunciadas juntas), pude ver que Rakel Dink, la viuda de Hrant Dink, lloraba todo el tiempo en su butaca de la primera fila. Cuando terminé, me abrazó y me dijo: “No perdemos las esperanzas. ¿Por qué no perdemos las esperanzas?”.
 Dijo nosotros, no tú.
 Entonces vinieron a mi mente las palabras del poeta urdu Faiz Ahmed Faiz, cantadas tan angustiosamente por Abida Parveen:
 nahin nigah main manzil to justaju hi sahi
nahin wisaal mayassar to arzu hi sahi
 
y traté de traducírselas más o menos así:
 
Si los sueños fracasan, la añoranza ha de tomar su lugar
Si el reencuentro es imposible, el anhelo ha de tomar su lugar.


lunes, 9 de junio de 2014

Tiempo de decidir

 
Se había demorado la cita con el blog durante algunas semanas pero no siempre el tiempo está a nuestro servicio para hacer todo lo que quisiéramos. No obstante, habrán estado muy ocupados en estos días donde el tiempo se ha relativizado con noticias e ideas de primer orden que mediáticamente revolucionan España aunque, no sé yo si a la mayoría les afecta como para preocuparse por ello.
         La abdicación del rey, los coletazos de la cita europea que hacen temblar los cimientos de los partidos políticos generalistas, Monarquía Vs. República, Referéndum si o no, primarias sí o no…
         El tiempo corre inexorablemente sin que pueda dar respuesta a tantas cuestiones complejas. Estamos en un punto crucial de la democracia española donde la desafección ciudadana ante la clase política debería combatirse con la invitación a participar, lo que en un estado democrático se denomina referéndum. Así pues, creo que a monárquicos y republicanos les interesa, por diferentes motivos afines a sus causas y por que quede claro el veredicto por y ante la sociedad el plebiscito ciudadano para elegir entre monarquía y república.
         Dicho esto y quedando claro que no participo de instituciones caducas y hereditarias, también he de decir que no es momento para la instauración de la República en España pues no es el resultado de una evolución natural independiente de las circunstancias del país sino que su petición está basada en la búsqueda de soluciones a los problemas derivados de una crisis y tenemos que ser conscientes de que un nuevo modelo de estado no es la panacea para la recuperación.
         En cuanto a las primarias en debate debiera ser consustanciales a toda organización donde cada militante debe tener un voto para evitar la concentración del poder en una minoría que obligue al resto que siempre es mayoría. La simpatía externa no puede decidir en una organización de base afiliativa.
         Hace falta tiempo…justo el que no tenemos para un consenso que se me antoja imposible visto lo visto.