sábado, 29 de octubre de 2011

Relato: triángulo marino






    La mar depositaba suavemente entre las rocas la espuma blanca de pequeñas olas y con cada movimiento de la marea parecía oírse un tímido llanto, un lamento profundo entre el tono rojizo que la luna, fiel amiga, daba a sus lágrimas de amor. Ya era medianoche y El no había acudido a la cita diaria en el saliente de la roca, tal como había hecho en las últimas semanas. Allí, a unos metros por encima de ella, se sentaba cada día a observarla, detenido por horas en pensamientos que se abrían al recitar poemas de amor.
          Nunca la imaginó tan cerca. Jamás soñó que la mar le acariciaba con las gotas que el viento salpicaba en su cara ni que las piedrecillas que se entretenía en lanzarle eran atesoradas con esmero. Se les podía ver siendo observados y observando a un tiempo, mirándose mutuamente sin saberlo. ¡ Quién iba a imaginar que la mar tenía corazón y alma de mujer! La mar enamorada de un hombre mortal.
          Sus poemas le habían hablado de una mujer en la distancia, entre la tristeza del desamor y la esperanza. Su mirada perdida le daba lástima y en más de una ocasión quiso abrazarlo en su inmensidad para amarlo en la eternidad de su mundo, pero siempre terminaba por renunciar observándole en la oscuridad..
          La mar había visto muchos seres como aquel en las noches de soledad: pescadores de caña que buscaban la recompensa de sus movimientos al aire, marineros oteando el horizonte de sus profundidades marinas, hombres que la surcaban silenciosamente en sus barcas a la luz de pequeñas candelas , borrachos que a su vera buscaban en el agua refrescar la conciencia perdida y así un ejército de hombres sin rostro, porque todos eran partícipes de la misma condición humana y pertenecían a otro mundo, a otro contexto de un mismo espacio.
          El era diferente. Tenía rostro, podía oír su voz si apuraba el silencio; incluso con imaginación sentir sus pensamientos y vivir sus recuerdos. El la observaba con mirada de admiración, sus manos la acariciaba cuando jugaba con su agua cristalina en los pequeños charcos que abandonaba al retirarse en la marea baja.
       Había algo extraño en aquel hombre que, decepcionado de todo y de todos, vislumbraba cada cita nocturna como un debate entre la vida y la muerte. Cada día tenía que decidir su suerte, aplazando siempre un punto final a tanta incertidumbre. Alguien le amaba en silencio, pero no tenía el rostro ni el cuerpo de aquella mujer que también él, cosas del destino, amaba en la distancia.
    
      Una noche cerrada, el hombre se acercó a la mar. Su mirada ya no estaba perdida, ni su semblante inspiraba lástima; sus pasos eran decididos cuando llegó al filo de la roca donde divisaba el agua que se extendía a sus pies. Miró al cielo estrellado como buscando una respuesta que sabía no llegaría y creyó, en ese momento, oír una voz que le llamaba. No lo dudó, sin embargo, su salto hizo que fuera más fácil ser engullido por la ola gigantesca que surgió de aquella mar en calma.
 La mujer supo tarde del amor que le profesó aquel desconocido. Siguió sus pasos, en busca de un futuro que nunca conoció y que se le escapó aquella noche en que su enamorado fuera arrebatado por la mar bravía.
 Dicen, y esto ya es leyenda, que a veces la mujer ha sido vista caminando por la arena esparciendo entre las olas pétalos de flores mientras llora su pena; cuentan quienes la han visto, que se adentra en la mar hasta donde llega su melena para rogar, no se sabe a quién, que se lo devuelva y, en ese momento, la mar se vuelve brava, resucitando el agua su fuerza para encargarse una ola de devolverla a la tierra y entonces la marea baja de golpe dejando en la playa una mujer tendida en la arena.





No hay comentarios:

Publicar un comentario